miércoles, 24 de abril de 2013



PANORAMA HISTÓRICO 


La preocupación por el “deber ser” se remonta a los tiempos más remotos. En Egipto se han encontrado manuscritos en los que se describe cómo se formaba a quienes ejercían actividades de “dirección”, exhortándolos a ser veraces y honestos. El Antiguo Testamento prohíbe abusar del débil, condena el fraude y la usura, promueve el respeto a la propiedad ajena. El Nuevo Testamento hace hincapié en el carácter instrumental del dinero y de los negocios. 




Durante la Baja Edad Media y el Renacimiento, dos moralistas conocedores de la economía y los negocios fueron Bernardino de Siena y Antonio de Florencia. Ya en el Siglo XVIII, Adam Smith, en su obra La Teoría de los sentimientos morales, identifica el crecimiento de los mercados y la división del trabajo con el progreso material de la sociedad, advirtiendo que paralelamente éste puede aplacar el progreso moral, disminuyendo la solidaridad, la capacidad de entender el sufrimiento ajeno. 


A mediados del siglo XIX, los problemas morales creados por la Revolución Industrial estimularon la profundización de la ética. El papa León XIII, en su Encíclica FERUM Novarum (1891), aporta a la economía y a la actividad empresarial una perspectiva ética. De igual forma, en 1899, Andrew Carnegie, publicó un libro llamado El evangelio de la riqueza. En él introdujo el concepto de responsabilidad social de las empresas, sobre la base de dos principios paternalistas: el principio de caridad y el principio de custodia, en alusión al papel que los dueños de las empresas desempeñaban en la sociedad. 


En Europa, tras la Segunda Guerra Mundial, y en Estados Unidos a partir de los años cincuenta y sesenta, comenzaron a desarrollarse movimientos a favor de las responsabilidades sociales de las empresas.



Ya en los años setenta y ochenta convergían dos corrientes: 

La visión clásica, cuyo defensor más representativo es Milton Fridman, Premio Nobel de Economía en 1976. Esta postura sostiene que los gerentes son empleados que deben rendir cuentas a los inversores y proteger sus intereses, a partir de la premisa de que la única responsabilidad de la administración es maximizar los beneficios de los accionistas sin engaños ni fraudes y en franca competencia. 


La visión socioeconómica sostiene que la responsabilidad de la administración trasciende la obtención de ganancias e incluye la protección y mejoramiento del bienestar social.



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